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Quizá lo que más refleja la civilización de una nación y su modernidad sean aquellos sistemas e instituciones mediante los cuales sus ciudadanos conviven.
Quizá lo que más refleja la civilización de una nación y su modernidad sean aquellos sistemas e instituciones mediante los cuales sus ciudadanos conviven. Tales sistemas e instituciones que los controlan, organizan sus asuntos y su vida, los ayudan a seguir su vida colaborándose y teniendo misericordia entre sí, para otorgarles finalmente una vida humana digna. Y según la coherencia entre dichos sistemas e instituciones y los temperamentos del hombre como un ser humano social que se familiariza con los demás mutuamente, influye en ellos y es influenciado, y según su procuración de llevar a cabo sus intereses, protegerle de los perjuicios y reformar sus condiciones cotidianas, educativas, sociales y sanitarias, según todo eso es el nivel del humanismo de esta civilización en comparación de las otras civilizaciones y naciones.
De entre estas instituciones se encuentra la institución del califato y del emirato.
A contonuación hablaremos de las condiciones del califato islámico; con esto nos referimos
a las condiciones que la Sharî‘ah islámica puso, y que los súbditos, sean de los eruditos o del público, se pusieron de acuerdo en la necesidad de su cumplimiento y existencia en el gobernador antes de que asumiera el gobierno o el califato.
Sin duda que reflexionar sobre estos ajustes y condiciones y compararlos con los ajustes establecidos por las sociedades persas y romanas y aplicados sobre sus líderes y gobernadores, nos asombrará verdaderamente por el desarrollo civilizado al cual llegó la civilización islámica en el nivel de la institución islámica de gobierno.
El Islam vino para elevar el valor del ser humano haciendo que cada ser humano sea un representante de Al-lâh (Glorificado Sea) en la tierra. Al mismo tiempo mantuvo la unión de la comunidad islámica a través de establecer un conjunto de sistemas y ajustes capaces de poner esta nación en el nivel de las otras naciones, o mejor todavía y más grandiosa.
Entonces, el Islam logró el equilibrio difícil que no fue logrado en los sistemas anteriores ni en los posteriores. Este equilibrio se basa en poner en práctica la Sharî‘ah de Al-lâh (Glorificado Sea) en la tierra guardando completamente los derechos del gobernador y satisfaciendo todas las exigencias legítimas que los súbditos necesitan; sean musulmanes o no. Y no es de extrañar que este equilibrio se vea obviamente en la institución política islámica tanto en sus fundamentos como en sus ramas.
Debido a que el cargo del califa, del príncipe de los creyentes o del presidente del Estado islámico es uno de los cargos más importantes en absoluto, ya que mediante él se garantizan “la protección de la religión y la gestión de los asuntos de la vida mundana”[1], encontramos que los alfaquíes y los eruditos musulmanes que realizaron Iytihâd[2] pusieron un grupo de condiciones indispensables que quien asuma dicho cargo tiene que cumplir. El Imam Al Mâuardi concretó siete condiciones que son:
Primera: La rectitud con sus condiciones globales [o sea que no se conozca sobre él nada que difame su conducta religiosa y moral].
Segunda: El conocimiento suficiente que le haga capaz de realizar el Iytihâd en los casos de Fiqh o jurisdicción y en los veredictos.
Tercera: La integridad de los sentidos del oído, la vista y la lengua para poder ejecutar sus funciones.
Cuarta: La integridad de los órganos y estar libre de cualquier imperfección que impida el movimiento completo y la rapidez del levantamiento.
Quinta: La prudencia que ayuda a cuidar los asuntos de los ciudadanos y lograr su bien.
Sexta: La valentía y la intrepidez que conducen a proteger el Estado y a realizar Yihâd en contra del enemigo.
Séptima: Que la descendencia sea de la tribu de Quraish según el consenso de los ‘Ulamâ’ (eruditos), además de la existencia de una prueba sobre esto [3].
Sin duda que la institución del califato tuvo en cuenta estas condiciones y las siguió, y el público de los musulmanes procuró ponerlas en práctica poniendo como condición que las cumpliera su califa. También encontramos que muchos de los califas musulmanes fueron descritos por estos atributos que los alfaquíes concretaron. Tenemos un ejemplo en ‘Abdul Malik ibn Marauân ibn Al Hakam (Falleció en el año 86 de la Hégira) fue descrito por Ibn Qutaibah Ad-Dinûri en su libro llamado “Al Imâmah Ua As-Siâsah”. Pues dijo al hablar sobre su califato: “‘Abdul Malik ibn Marauân incitó a la gente a hacer el bien y los llamó a vivificar el Corán y la Sunna y establecer la justicia y la verdad. Era famoso por su sinceridad, mérito y sabiduría. Hay un consenso sobre su religiosidad y piedad. Por lo tanto lo aceptaron, y nadie de Quraish ni de Ash-Shâm se puso en desacuerdo sobre él”[4].
El público de los musulmanes juró fidelidad a ‘Abdul Malik ibn Marauân debido a aquellas cualidades que mencionó Ibn Qutaibah. Y estos atributos forman parte de las condiciones que los alfaquíes del Islam establecieron para el cargo del califa. Esto llama la atención, ya que las evaluaciones y las condiciones que los alfaquíes dedujeron del Corán y de la Sunna del Profeta (sal-lal-lâh ‘alaihi wa sal-lam) no eran teóricas separadas de la sociedad, sino que, totalmente al revés, había una relación firme entre lo que la Sharî‘ah recta establece y su aplicación en la realidad islámica. Eso es lo que hemos encontrado en el asunto del califato o La Imâmah [condición de ser Imâm es decir gobernador] mayor como mencionaron los alfaquíes del Islam.
Estando seguros de que el cargo del califato era sometido en nuestra civilización islámica a aquellos ajustes de la Sharî‘ah y de que el califa no era, al fin y al cabo, sino un ser humano distinguido de los demás por unas cualidades que le hicieron apto para dicho cargo, aunque eso no le exceptuaba de ser interrogado por los súbditos ni le permitía atribuirse cualidades divinas -lo cual era una característica de los emperadores del Imperio persa o del romano-. Esto nos asegura que el cargo del califato islámico es un cargo humanitario, es decir un cargo dedicado a proteger los derechos de los súbditos e interesado por la necesidad de realizar la justicia entre todos ellos, lo cual no procuraban realizar los reyes de los persas y los romanos.
Por ejemplo, Cosroes, el emperador de Persia, era considerado como dios en la cultura persa. Esto apareció obviamente en el trato de los reyes persas con sus súbditos, a tal grado que muchos de ellos exageraron en su tiranía, juntar dinero y en oprimir a los súbditos. Y el mayor ejemplo al respecto es Cosroes II, el rey que se nombró a sí mismo como “El hombre eterno entre los dioses, el dios muy grandioso entre los hombres, al que pertenece la gran fama, quien se despierta con el sol y otorga sus ojos a las represalias”[5]. Arthur Christensen lo describió en su libro llamado Sassanid Persia (La Persia Sasánida) diciendo: “Oprimía al pueblo para llenar sus cajas, no respetaba a los grandiosos, era envidioso, muy dudoso y aprovechaba las oportunidades para asesinar a quien dudara de él de entre quienes eran sinceros en servirle”[6].
El cargo de Cosroes solía ser heredado sin ningún ajuste social, cultural o político que controla dicho asunto. Y el pueblo no tenía el mínimo valor ante los reyes persas. Eso no es de extrañar, pues el Estado persa estaba divido socialmente en cuatro clases, unas superiores a otras, que son: los hombres de religión, los guerreros, los escribanos de los divanes y el pueblo (campesinos, artesanos, etc.) y todas estas clases eran inferiores a la clase de la familia real (los sasánidas)[7].
Lo mismo era el caso de los romanos, ya que el poder otorgado al emperador era absoluto, el cual era una autorización popular a la persona del emperador quien gobernaba a hierro y fuego. Aun así, el pueblo no tenía la opción de resistir este poder aunque fuera opresor[8].
El deterioro llegó al nivel más bajo respecto al asunto de elegir al emperador, cuando los militares dominaron los asuntos del imperio y el emperador llegó a ser uno de los líderes del ejército. Aquellos emperadores militares rodearon sus cargos con un aspecto de santidad tras tener en mano el manejo de todos los asuntos y la palabra final. No había nadie de entre los sabios ni los súbditos que pudiera frenar a aquellos tiranos; y por lo tanto era normal en dichas circunstancias que se llamase al emperador Aureliano[9], cuando se nombró emperador en el año 270 d.C., “el señor” y “el dios”. El asunto empeoró más en la era del emperador Diocleciano –el emperador romano más famoso y duro- en cuya época el Imperio romano presenció el modelo ejemplar del emperador corrupto[10].
La verdad es que las normas de Fiqh y las morales que nuestros ‘Ulamâ’ pusieron, eran representadas en muchos de los califas musulmanes. Por ejemplo, el príncipe de los creyentes Harûn Ar-Rashîd, Que Al-lâh (Glorificado Sea) lo Perdone, perdonó a una persona que le faltó el respeto cuando le estaba haciendo recordar a Al-lâh (Glorificado Sea)[11]. Jamás encontramos algo semejante en las historias de los reyes persas o romanos. Y eso no es una exposición de la justicia de los califas musulmanes, sino que es una manifestación de su aplicación de lo que establecieron las normas religiosas al respecto.
[1] Al Mauârdi, Al Ahkâm As-Sultânîah, pág. 3.
[2]Iytihad: Esfuerzo de los alfaquíes musulmanes para llegar a un acuerdo sobre el establecimiento de una regla islámica en los casos acerca de los que no hay referencia en el Corán ni en la Sunna.
[3]Al Mauârdi, Al Ahkâm As-Sultânîah, pág. 5.
[4]Ibn Qutaibah Ad-Dinûri, Al Imâmah Ua As-Siâsah, 3/193.
[5] Arthur Christensen, Sassanid Persia (La Persia Sasánida), pág. 432.
[6] Ibíd. pág 433.
[7] Ibíd., pág 85.
[8] Mahmûd Ibrâhîm As-Sa‘dani, Ma‘âlim Târîj Roma Al Qadîm, pág. 63.
[9] Aureliano: Emperador romano (215-275 d.C.) que pudo con su mandato militar unir su imperio inmenso. Su moneda fue acuñada con la frase de (El renovador del mundo). Nació en el estado de Alerikom [Dacia ripensis o Sirmio (ahora Sremska Mitrovica, Serbia)] sobre el Mar Adriático y fue asesinado por un grupo de oficiales.
[10] Mahmûd Muhammad Al Huairi, Ru’iah Fi Suqût Al Impirâturîah Ar-Rumânîah, págs. 25-26.
[11] At-Tartûshi, Sirây Al Mulûk, pág. 71.
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